Se puede ganar perdiendo y se puede perder ganando. La diferencia está en cuánto pones de ti. Si no lo consigues, pero por medio del esfuerzo y la entrega reclamas tu derecho a intentarlo y experimentar, el triunfo es indiscutible.

No se trata de vivir en un mundo de colores-arcoíris y negar la existencia del fracaso (eso no es optimismo), sino de saber distinguir entre dos tipos muy diferentes de derrota: aquella que es resultado de no haber logrado lo que se esperaba y aquella que permites que por dentro te demuela. La primera es real y puede llegar a ser muy dolorosa, pero es la segunda la que empequeñece nuestra vida, llena nuestro corazón de arrepentimiento y evita que volvamos a intentarlo.

Jamás vas a arrepentirte de lo que hagas cuando en el intento hayas puesto toda tu alma. El arrepentimiento es mucho más que apostar por algo, fracasar y decir con ventajismo “vaya, pues debí haber elegido la otra alternativa”: El arrepentimiento es la sensación profunda e interior de no haberse equivocado con todas las de la ley, de haberse equivocado a medias.

Cuando nos vayamos de aquí, el único dolor que nos quedará no es el de habernos equivocado una, diez o cien veces (eso siempre se supera). El único dolor que nos quedará es el de no habernos agarrado con dos manos a la vida.

Lo peor que te puede pasar no es que abandones este mundo sin haber logrado tu sueño, lo peor es haberlo sentido latiendo muy dentro y, aún así, haberlo dejado escapar.

Invierte en valentía, pasa a la acción y, sobre todo, mantén siempre el camino del amor despejado. De las opiniones, de las personas que te empequeñecen, del temor hacia lo que por esencia es intrascendente y, en definitiva, de todas esas creencias que te llevan a perder lo más valioso que en este mundo se puede perder: oportunidades.